Yo maté a mi madre (J'ai tué ma mère, Xavier Dolan, 2009, CAN)
Era el año 2009 y Canadá decide enviar a los Oscar para representar a su país en la categoría de mejor película de habla no inglesa la opera prima de un chico de 19 años que había dirigido, escrito, interpretado y producido su propia película. Esa es J'ai tué ma mère que con ese simple dato ya había hecho historia, además de haber sembrado la curiosidad en todos los cinéfilos del mundo.
Recuerda a casos de otros jóvenes directores que debutaron en la gran pantalla deslumbrando a muy corta edad, como es el caso de Quentin Tarantino con Reservoir Dogs (Idem, 1992, USA) con 30 años, Darren Aronofsky con Pi, fe en el caos (Pi, 1998, USA) y David Lynch con Cabeza borradora (Eraserhead, 1975, USA) a los 28, François Truffaut con Los cuatrocientos golpes (Les quatre cents coups, 1959, FRA) con 27, Orson Welles con Ciudadano Kane (Citizen Kane, 1941, USA) y Richard Kelly con la tenebrosa Donnie Darko (Idem, 2001, USA) con 25 y Alejandro Amenábar con Tesis (Idem, 1996, ESP) a los 23 años.
Sorprende muy gratamente la madurez y complejidad psicológica con la que construye y compone esta historia que indudablemente está impregnada de tintes autobiográficos. Se trata de un claro retrato de una relación materno-filial autodestructiva, dolorosa y abocada al fracaso de no llegar a entenderse nunca. La figura del enfant terrible -temática recurrente en la obra de Dolan- acapara los focos de esta elaborada obra.
Las sucesivas escenas llenas de agresividad y violencia consumadas no son gratuitas ni en vano, sino que de ellas se extraen conclusiones y reflexiones registradas en primeros planos muy cercanos, rodados en blanco y negro para distinguirlo de la cronología de la película. Este no es el único recurso fílmico con el que revoluciona la concepción del cine: también intercala en alguna ocasión textos originales en color blanco entre alguna de las escenas rodadas -como si de un intertítulo se tratara, pero sin cortar la escena-, en una clara declaración de intenciones en la que manifiesta que el cine no es en absoluto un arte con unas fronteras bien delimitadas, sino que está abierto a todo tipo de innovaciones.
Ver cómo entiende Dolan el cine es una auténtica delicia para todos los sentidos corporales. Combina a su antojo imagen, texto y música, con una facilidad pasmosa, como si de un juego de niños se tratara.
El joven cineasta canadiense ha elaborado sin duda un estilo propio. El deslumbrante concepto que este tiene va desde la fotografía con una estética personal, en la que recurre con frecuencia a planos aparentemente descentrados para transmitir una profunda y desgarradora sensación de vacío existencial tras la incomprensión de su madre, hasta la sublime elección de la música con la que aprieta la tecla adecuada en cada momento.
A la hora de narrar, no se esconde en absoluto, atreviéndose con temas importantes como la familia, el amor, la homosexualidad, la adolescencia y la sensación de incomprensión durante la juventud... Todo desde el punto de vista de un teenager en pleno proceso de desarrollo de la personalidad. No roza superficialmente estos asuntos, sino que profundiza en el conflicto a base de diálogos tremendamente realistas que resultan ser tan hirientes y profundos como necesarios.
Gustará o no el estilo, pero no deja indiferente a nadie. De la misma manera que Mozart ya apuntaba a genio a los tres años, este joven canadiense a los 19 ya dejó la primera muestra de su gran potencial; uno en el que ha seguido trabajando en sus consecutivas obras hasta conseguir la apabullante aprobación general de crítica, público, festivales y premios con Mommy (Idem, 2014, CAN), que quedó confirmada con todos los reconocimientos obtenidos con Solo el fin del mundo (Juste la fin du monde, 2016, CAN). Al echar atrás la vista y repasar toda su larga filmografía -para su corta edad- queda más que ratificado que en 2009, J'ai tué ma mère significaba el nacimiento de la carrera profesional de un cineasta con un don irrefutable para el séptimo arte: Xavier Dolan.
Recuerda a casos de otros jóvenes directores que debutaron en la gran pantalla deslumbrando a muy corta edad, como es el caso de Quentin Tarantino con Reservoir Dogs (Idem, 1992, USA) con 30 años, Darren Aronofsky con Pi, fe en el caos (Pi, 1998, USA) y David Lynch con Cabeza borradora (Eraserhead, 1975, USA) a los 28, François Truffaut con Los cuatrocientos golpes (Les quatre cents coups, 1959, FRA) con 27, Orson Welles con Ciudadano Kane (Citizen Kane, 1941, USA) y Richard Kelly con la tenebrosa Donnie Darko (Idem, 2001, USA) con 25 y Alejandro Amenábar con Tesis (Idem, 1996, ESP) a los 23 años.
Sorprende muy gratamente la madurez y complejidad psicológica con la que construye y compone esta historia que indudablemente está impregnada de tintes autobiográficos. Se trata de un claro retrato de una relación materno-filial autodestructiva, dolorosa y abocada al fracaso de no llegar a entenderse nunca. La figura del enfant terrible -temática recurrente en la obra de Dolan- acapara los focos de esta elaborada obra.
Las sucesivas escenas llenas de agresividad y violencia consumadas no son gratuitas ni en vano, sino que de ellas se extraen conclusiones y reflexiones registradas en primeros planos muy cercanos, rodados en blanco y negro para distinguirlo de la cronología de la película. Este no es el único recurso fílmico con el que revoluciona la concepción del cine: también intercala en alguna ocasión textos originales en color blanco entre alguna de las escenas rodadas -como si de un intertítulo se tratara, pero sin cortar la escena-, en una clara declaración de intenciones en la que manifiesta que el cine no es en absoluto un arte con unas fronteras bien delimitadas, sino que está abierto a todo tipo de innovaciones.
Ver cómo entiende Dolan el cine es una auténtica delicia para todos los sentidos corporales. Combina a su antojo imagen, texto y música, con una facilidad pasmosa, como si de un juego de niños se tratara.
El joven cineasta canadiense ha elaborado sin duda un estilo propio. El deslumbrante concepto que este tiene va desde la fotografía con una estética personal, en la que recurre con frecuencia a planos aparentemente descentrados para transmitir una profunda y desgarradora sensación de vacío existencial tras la incomprensión de su madre, hasta la sublime elección de la música con la que aprieta la tecla adecuada en cada momento.
A la hora de narrar, no se esconde en absoluto, atreviéndose con temas importantes como la familia, el amor, la homosexualidad, la adolescencia y la sensación de incomprensión durante la juventud... Todo desde el punto de vista de un teenager en pleno proceso de desarrollo de la personalidad. No roza superficialmente estos asuntos, sino que profundiza en el conflicto a base de diálogos tremendamente realistas que resultan ser tan hirientes y profundos como necesarios.
Gustará o no el estilo, pero no deja indiferente a nadie. De la misma manera que Mozart ya apuntaba a genio a los tres años, este joven canadiense a los 19 ya dejó la primera muestra de su gran potencial; uno en el que ha seguido trabajando en sus consecutivas obras hasta conseguir la apabullante aprobación general de crítica, público, festivales y premios con Mommy (Idem, 2014, CAN), que quedó confirmada con todos los reconocimientos obtenidos con Solo el fin del mundo (Juste la fin du monde, 2016, CAN). Al echar atrás la vista y repasar toda su larga filmografía -para su corta edad- queda más que ratificado que en 2009, J'ai tué ma mère significaba el nacimiento de la carrera profesional de un cineasta con un don irrefutable para el séptimo arte: Xavier Dolan.
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