OSLO, 31 DE AGOSTO: El tiempo no espera a nadie.

Oslo, 31 de agosto (Oslo, 31. August, Joachim Trier, 2011, NOR)

El cine nórdico siempre se ha caracterizado por la frialdad, crudeza y dureza con la que trata los temas de sus producciones. Incluso a la hora de desarrollar el género cómico, este suele tender generalmente hacia la sátira, cargada de un humor negro, con temas con los que para según quien es cuestionable bromear. Claramente se difiere de otras vertientes de cine europeo -principalmente las de los países mediterráneos- al no intentar hacer un cine fácil ni comercial, sino que pretende narrar historias humanas, verosímiles y trascendentales. Estos tres adjetivos cuadran perfectamente con la película de Joachim Trier.
El inexorable paso del tiempo ha sido un tema recurrente en las artes -¡ay! Juventud, divino tesoro- y el cine no iba a ser menos. Anders -interpretado por Anders Danielsen Lie-, un joven treintañero, acaba de salir de un centro de rehabilitación donde ha pasado los últimos años intentando recuperar la senda de su vida después de caer en el mundo de las drogas cuando estaba en el momento más álgido de su vida. Un chico inteligente, con un gran futuro profesional por delante, una pareja estable con la que planificaba el porvenir, un familia pudiente dispuesta a apoyarle en lo que hiciera falta... Como en el caso de muchas otras vidas anónimas, las drogas truncaron esa proyección. Los mejores años de una vida se esfumaron. Y uno vuelve al mundo real siendo consciente de todo lo que se ha perdido durante esos años desperdiciados y de que hay aspectos que ya son irrecuperables. El tiempo no espera a nadie.
Todo ha seguido su curso. Todo menos él. La gente ha continuado su vida. Nada se ha parado. Las calles y parajes sí son los mismos, pero sus amigos ahora tienen un trabajo y una familia. Su novia no quiere saber nada de él. Las reflexiones son inevitables y los monólogos y diálogos bien lo reflejan, con constantes referencias a los textos de Proust -autor de En busca del tiempo perdido-. En tan solo unas cuantas horas de un día 31 de agosto -la fecha no es aleatoria, sino que representa el final del verano- el espectador podrá darse cuenta de que por muchos esfuerzos que realice Anders, volver a encauzar su vida -tanto en lo personal como en lo profesional- con esos antecedentes será harto complicado. Nadie está dispuesto a arriesgar su actual estabilidad por alguien con un expediente con tantos tachones, independientemente de cómo sea esa persona ahora. El pasado pesa mucho.
Pero la culpa no es solo de todo lo de su alrededor. Anders ha perdido la capacidad de disfrutar de las cosas. Es un día de verano, con buen tiempo, en una ciudad preciosa, tiene una entrevista de trabajo, se va a reencontrar con sus amigos... Y, aún así, no es capaz de conectar con toda esa belleza que le rodea. Es esa sensación de vértigo al pensar en vivir. Cada paso es bordear el abismo.
Es cierto que, si uno quiere, puede ver en Oslo, 31 de agosto una película densa, que induce constantemente a la reflexión, resultando una mera apología de la filosofía en forma de ensayo visual. Todo eso es cierto. Y hay a quien le encanta -yo me incluyo en ese grupo-. Pero también es cierto que esa reflexión no es obligatoria y que si se esquivan esas entradas en el existencialismo, también se puede disfrutar desde muchos otros aspectos. La belleza de sus planos rodados íntegramente en 35 milímetros, la naturalidad de sus intérpretes, la sencillez de su transcurrir, son otras de las virtudes de esta obra ya considerada de culto que, guste o no, se quedará grabada en el subconsciente.

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